LA TOMA DE JERUSALÉN

A la mañana siguiente, nuestros hombres echaron a correr hacia las murallas con las máquinas a rastras, pero los sarracenos habían construido tantas máquinas que disponían de nueve por cada una de las nuestras. De este modo obstaculizaban nuestras acometidas. Era el noveno día, fecha en que, según el sacerdote, íbamos a conquistar la ciudad.(…)Nuestras máquinas comenzaban a despedazarse pues eran alcanzadas por un gran número de piedras, y nuestros hombres iban quedando atrás, porque estaban muy cansados. Sin embargo, aún quedaba la compasión del Señor, que nunca puede ser superada ni conquistada, y siempre es un gran apoyo en la adversidad. (…) Dos mujeres lanzaban maleficios contra una de nuestras catapultas, pero de pronto una piedra las aplastó a ellas y a tres esclavos, de modo que perdieron la vida y así fueron conjuradas sus diabólicas maldiciones.

     Al mediodía nuestros hombres estaban muy desanimados. Estaban cansados y habían agotado casi todas sus fuerzas. Todavía quedaban muchos soldados enemigos por cada uno de los nuestros; las murallas eran altas y resistentes, y los recursos y la habilidad del enemigo para reparar sus defensas parecían insuperables. Pero mientras vacilábamos, indecisos, y el enemigo se regocijaba con nuestra turbación, la gran misericordia de Dios nos dio fuerza, y convirtió nuestras penas en alegría, pues el Señor no nos abandonó. Cuando nuestros estrategas celebraban una reunión para decidir si debían retirar las máquinas, pues algunas habían ardido en llamas y otras estaban despedazadas, un caballero del Monte de los Olivos comenzó a hacer señales con su escudo a los hombres del conde y a los demás para que avanzaran sobre las murallas. No se ha descubierto nunca quién era este caballero. Al ver su señal nuestros hombres cobraron nuevos ánimos y algunos comenzaron a echar abajo las murallas.(…) Nuestro arqueros comenzaron a lanzar saetas encendidas, y de esta manera detuvieron el ataque de los sarracenos contra las torres del duque y de los dos condes.(…) Esta lluvia de fuego hizo retroceder a los hombres que defendían la muralla. Entonces el conde soltó el puente levadizo que protegía un flanco de la torre y éste cayó sobre la murallas, y así nuestros hombres lograron entrar en Jerusalén, valiente y ferozmente. Entre los primeros se encontraban Tancredo y el duque de Lorraine, y fue increíble la cantidad de sangre que derramaron. Los demás los siguieron, y los sarracenos comenzaron a sufrir.

     Sin embargo, aunque parezca extraño, en este momento en que la ciudad había sido prácticamente conquistada por los francos, los sarracenos aún luchaban en el otro lado, donde el conde atacaba una muralla que le presentaba una tenaz resistencia. Pero ahora (…) estábamos a punto de presenciar escenas maravillosas. Algunos de nuestros hombres (y esto fue lo más piadoso) les cortaban la cabeza a los enemigos; otros los abatían con flechas haciéndolos caer desde lo alto de las torres; otros los torturaban un poco más, lanzándolos a las llamas. En las calles de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies. Había que ir sorteando cadáveres y caballos muertos. Pero esto fue insignificante en comparación con lo sucedido en el templo de Salomón, lugar donde se elevan cánticos en alabanza de Dios. ¿Que ocurrió ahí?(..) Basta con decir que en el templo de Salomón y en su porche la sangre llegaba a los hombres a las rodillas y las riendas de su cabalgadura. De hecho, fue una sentencia justa y espléndida de Dios que este templo quedara repleto de sangre de infieles, pues había sufrido sus blasfemias durante mucho tiempo. La ciudad estaba llena de cadáveres y de sangre.(…) Una vez conquistada la ciudad, se vio que había merecido la pena pasar tantas dificultades para poder contemplar a los devotos peregrinos en el santo sepulcro. ¡Cuánto se regocijaban de poder elevar nuevos cánticos al Señor! (…) A continuación nuestros líderes (…) ordenaron que retiraran a todos los sarracenos muertos, porque el hedor era insoportable y toda la ciudad estaba llena de sus cadáveres; entonces los sarracenos supervivientes arrastraron a los caídos fuera de la ciudad y los colocaron en pilas, altas como una casa. Nadie había visto nunca tal matanza de paganos, pues sus cuerpos formaban piras funerarias como pirámides, y nadie, salvo Dios, sabe cuántos murieron.

Raimundo, canónigo de Le Puy (siglo XII)

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