Existen lugares en los cuales hasta los mismos dioses temen entrar.
Allí, entre las hojas quietas de los árboles y las oscuras avenidas que conducen hacia la nada, se mueven unas entidades extrañas, más presentidas en realidad por alguna ignorada y oculta sensación, que vistas y percibidas con los sentidos ordinarios.
Son las avanzadillas , los primeros exploradores de lo numinoso que se acerca.
Ello se ha representado, a veces, mediante curiosas formas de ídolos sin apenas una cara reconocible, donde los ojos están insinuados con unos breves trazos, o por unos agujeros que esconden, en su interior, toda la oscuridad temerosa del Abismo.
¿Nunca se han preguntado que es lo que realmente representan esas figuras de los petroglifos, qué quieren decirnos aquellas siluetas fantasmales dibujadas en las cuevas o fijadas desde hace siglos, tal vez milenios, en las grandes y secas paredes del desierto? ¿O que nos indican esas otras colocadas en el interior de los ortostatos de ciertos monumentos megalíticos, como este de Arquiña da Moira (Portugal), que representamos en nuestra introducción?
En una traducción corriente, «Arquiña» equivale a una arqueta, precisamente la imágen que mejor representa a un anta, dolmen o «mesa de piedra». La Moira -o Moura- es, desde luego, un personaje del otro mundo. Recordemos las «mouras» y «mouros» que pueblan los monumentos megalíticos, antas y mamoas, en Galicia. Recordemos también a los Thuatha De Dannan irlandeses, habitantes del inframundo. Y no dejemos de recordar que todos estos monumentos y estructuras de piedra, a veces recubiertos con una gruesa capa de tierra y vegetación, son entradas muy comunes, conocidas y privilegiadas para acceder al Más Allá.
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Signos Malditos son aquellos de los que nadie habla, aun cuando no se pueda evitar pensar en ellos una y otra vez, o verlos por todas partes hacia donde uno mire: paredes, casas, papeles que corren por el suelo, hasta las ranuras de adoquines y baldosas forman dibujos de ellos, de vez en cuando, como despertados por algún artista invisible.
En ciertos bosques muy antiguos esos signos aparecen sin que uno pueda evitarlo. Pero es necesario decir que eso de la antiguedad de los bosques viene a ser una manera de disimular la realidad de las cosas, es decir, de mentir y engañar a todos aquellos a los que convenga. Porque en este despliegue de los signos existen muchas intenciones que es necesario sortear. Y también aparecen no pocos fantasmas y espíritus desasosegados.
Hemos estado en esos bosques y los hemos visto allí, unos grabados en las cortezas de los árboles y otros sobre las rocas y en los restos de ciertas ruinas que por esos lugares quedan de una época no demasiado agradable. Algunas almas perdidas vagan en medio de las sombras que de todo ello nacen, anhelantes y ávidas, chasqueando unos dientes blancos que no parecen demasiado espirituales, sino que brillan como cuchillos en la noche. Tal vez convendrá guardarse de ellos como de la muerte que representan.
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Y en esto, creo que deberíamos preguntarnos ¿De donde viene el temor de los dioses? ¿De donde la expresión ceñuda y como de espera, de estar en guardia, que a veces muestra su rostro?
Es necesario recordar, al menos en nuestro mundo, que los dioses son también -casi como nosotros mismos- unos recién llegados. Así, las religiones han nacido como expresiones de lo sagrado, pero lo han hecho ya muy organizadas y especializadas desde el punto de vista cultural. Es decir, son instrumentos sociales relativamente novedosos y recién incorporados al arsenal simbólico cognitivo humano, si se los compara con los eones que se cobijan en el abismo espacio temporal abierto alrededor del universo que nos contiene. Y los dioses -todos los dioses- son productos de la institucionalización religiosa de lo sagrado. Es decir, son entidades que se han impuesto y prevalecido desarrollando una lucha terrible contra algo más viejo. Esa lucha todavía no ha terminado. Y de lo incompleto, de lo no acabado, siempre nace el miedo.
En ese abismo oscuro de las edades sin nombre se cobijan presencias inconmensurablemente más viejas que los dioses y aún más antiguas que lo sagrado mismo. Tan viejas son, que ya lo eran, ya podían considerarse vetustas e inmemoriales, cuando de los dioses no había ni siquiera noticia. En la Antiguedad existen referencias de este tipo de entidades. Por ejemplo, de aquellas que, en la noche, vagaban entre las moradas de los pequeños poblados fortificados, arrastrándose y arañando en las rocas, mientras los individuos permanecían en silencio, procurando pensar en otra cosa, intentando dominar el terror que les brotaba de dentro, mientras escuchaban aquellos sonidos llegados de la fría oscuridad exterior.
Desapariciones, siempre había. Miedo, siempre dejaba sentir su garra al paso de la muerte dura o de quien sabe. Rezar, no se podía. Los dioses quedaban lejos. ¿Acaso creeis que esas murallas, cuyos restos semiderruidos todavía pueden verse en los yacimientos, estaban concebidas sólo para rechazar a los asaltantes humanos?
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Dicen Algunos, que puede abrir las apreturas donde se encuentran para trabajar con los Signos y devolverles así a Ellos su Forma Antigua, la que tenían en Otras Edades.
También dicen de tomarlos a Su Servicio, hiriendo gentes, matándolas o desapareciéndolas de modo Cruel y Doloroso, para robar bienes escondidos y coger oro de los arroyos montañeses.
Todo ello conociendo los Secretos y los Signos. Pero no es ese el principal Poder ni la Preocupación mas grave…
(Ludovicus Arct.Silen. Arte Prima)
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También estaban los bosques. En los Primeros Años, tras las grandes inundaciones y los grandes frios, los bosques más primitivos que habían sobrevivido albergaron muchos tipos de entidades. Algunas de éstas se reproducen fielmente en ciertas pinturas rupestres, en las que también suelen representarse las aberturas del Otro Mundo, a través de las cuales se deslizaban hacia nosotros presencias difíciles de imaginar. Los chamanes las llamaron entonces -y también las denominaron así muchos milenios después- «animales espíritu». Pero, por lo que la tradición nos cuenta, parece un error suponer que en el caso de tales «animales espíritu» pudiera tratarse de algún tipo de presas ideales, representativas, aunque fantasmales, de animales verdaderos destinados a llenar el zurrón de los hambrientos cazadores que aguardaban. Quizá, en verdad, las presas no eran precisamente ellos, los «animales espíritu», sino otras criaturas, que trataban de huir desesperadamente en la noche por las veredas de los bosques, dejándose la piel entre ramas y espinos salvajes, mientras algo gigantesco y cruel las perseguía sin tregua.
Los bosques en general, cualquier bosque en particular, pueden ser caminos y umbrales tendidos hacia otras realidades. ¿Quién no se ha sentido observado, vigilado, seguido por ojos y por presencias invisibles, apenas adivinadas un poco más allá de la niebla, cuando, en soledad y pese a las advertencias recibidas, ha dirigido sus pasos hasta adentrarse en las espesuras de ciertos bosques?
Vale más no pensar sobre la naturaleza -y las intenciones- de los seres que pudieron habernos acechado en una ocasión cuando, al tratar de localizar los restos de un recinto funerario de esos a los que hemos denominado «Templos de la Swastika», situado fuera de las murallas exteriores de un antiguo poblado celto romano y cerca de aquellos muros derrumbados por milenios de lluvia, creimos sorprender entre los árboles del bosque próximo, la sombra de unas siluetas furtivas, medio desvanecidas más allá de remolinos y girones de niebla.
Algo más antiguo que los dioses, algo que continúa siendo ajeno a la humanidad y que no entra en los juegos de reglas y normas concebidas para proteger esos minúsculos puntos de luz encendidos en medio del gran reino de las sombras, permanece al acecho, aguardando su ocasión. Así, sabiendo esto los Antiguos, concibieron determinados recintos, a los que ahora se atribuye un carácter funerario o una condición lustral, dotados con un poder destinado a controlar, de alguna manera que hoy desconocemos, las temibles energías puestas de manifiesto, liberadas en cultos como el de la Magna Mater o en el culto de los muertos, que figuran entre los más antiguos, tal vez entre los primeros, articulados por nuestros remotos ascendientes.
Algunos de estos recintos, en cierta manera, permanecen activos todavía hoy. Junto a ellos, en la noche, cuando llega la niebla, pueden escucharse unos sonidos y experimentarse unas sensaciones de naturaleza muy especial. Recuerdo que, una vez, intenté grabar un testimonio de las horas pasadas en una larga guardia y de lo que se oía de vez en cuando desde mi puesto, entre la lluvia y el viento que asaltaban mi pequeño refugio. Ruidos lejanos como de gente moviéndose entre los árboles. También algo así como una colección de cantos y salmodias en los que parecían repetirse ciertos motivos vibrantes. Y el sonido inquietante de muchos pasos, acercándose en la oscuridad y desapareciendo de pronto. Presenté el resultado de mi trabajo a un experto, viejo conocido mío. Cuando analizó la grabación, palideció visiblemente y se negó a hacer comentarios. Me devolvió la cinta, pidiéndome, en nombre de nuestra amistad, con una insistencia extraña, que olvidadase todo aquello.
No me di cuenta hasta más tarde, pero cuando volvieron a dejarse oir aquellos sones extraños en el estudio de mi amigo, la noche, que hasta entonces se había anunciado tranquila y estrellada, se cubrió de nubes, mientras una niebla espesa y amarillenta comenzaba a invadirlo todo.
La niebla del bosque y de los muertos que vuelven, pensé, mientras mi amigo se despedía rápidamente, cerrando la puerta de su casa y corriendo todos sus cerrojos.
Aunque tal vez convendría preguntarse de qué iban a servir, llegado el caso, cerrojos y cadenas, frente a lo que se aproximaba a nosotros, aleteando y arrastrándose, desde la terrible mueca de la noche y del tiempo sin nombre.
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita.
(Dante Alighieri. La Divina Commedia. Inferno. Canto I)
JOSÉ LUIS CARDERO
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