PARANTROPOLOGÍA: EXPERIMENTANDO EL PODER DE LA TRIBU

ANTROPOLOGÍA Y PARAPSICOLOGIA

JUAN JOSÉ SÁNCHEZ ORO     Precognición, telepatía, la acción de la mente sobre la materia, apariciones extraordinarias… ocurren en pueblos preindustriales y culturas exóticas ante los ojos de antropólogos que fueron hasta allí interesados por otras cuestiones. Desconcertados por los sucesos anómalos que vivieron, estos investigadores de la condición humana decidieron anotarlos en sus cuadernos de campo. Un puñado de historias insólitas que surgen justo allí donde menos se las espera.

La antropología aspira a desentrañar las claves de la condición humana. Para ello, sus investigadores se miran en el espejo de otras culturas, en ocasiones, muy exóticas. Recopilan datos preguntando a informantes acerca de sus usos, costumbres y creencias, o bien, directamente efectuando la denominada “observación participante”. Es decir, introducirse y convivir durante un largo período de tiempo dentro de una comunidad con el propósito de recabar, de primera mano, todos los datos necesarios. Durante esa inmersión en la vida cotidiana de otras gentes, el antropólogo suele suspender el juicio de aquello que observa. Actúa como una suerte de frío y distante notario de la realidad que pasa ante sus ojos. También, parece inevitable caer en una cierta superioridad intelectual. Al fin y al cabo, aspira a explicar aspectos y comportamientos de la comunidad, cuyo sentido, los propios miembros que la componen ignoran por qué los hacen o los creen.
Sin embargo, el antropólogo también es humano y su aplomo científico, en ocasiones, se ve sacudido por sucesos que desafían su intelecto. En muchos cuadernos de campo y publicaciones etnográficas asoman un puñado de experiencias extraordinarias donde los testigos de anomalías son, precisamente, aquellos que estaban llamados a explicarlas. Un conjunto de sucesos raros que descolocó la mente de los más ilustres y afamados investigadores de los pueblos y etnias preindustriales.

Telepatía amazónica

En 2003 murió uno de los mejores reporteros de la revista National Geographic. Se llamaba Loren McIntyre, un fotógrafo y ex oficial de la marina que gustaba calificarse a sí mismo como un “yonkie de la exploración”. Entre sus principales gestas periodísticas destacó el haber accedido a las fuentes más recónditas del Amazonas el año 1971. Pero, antes de rubricar tan espectacular reportaje, vivió una extrañísima aventura que durante mucho tiempo apenas confió a sus más íntimos amigos. Una peripecia de la que rara vez solía hablar.
A finales de los años sesenta, McIntyre marchó a Brasil en busca de una comunidad indígena no contactada perteneciente a la etnia de los mayoruna. Los indicios acerca de su ubicación le habían sido facilitados por un piloto de avioneta que divisó un posible enclave de la tribu en un claro de la selva. El reportero acudió a las proximidades de ese lugar en un hidroavión que le dejó a un guía indio y a él junto al río Javari sobre la frontera entre Perú y Brasil.

Pero desde el primer momento, las cosas comenzaron a torcerse. Su guía nativo contrajo la malaria y el piloto accedió a trasladarlo en el hidroavión al hospital más cercano bajo la promesa de regresar a por McIntyre al cabo de dos días. Este aprovecharía tan escaso lapso tiempo para intentar trabar contacto con los mayoruna. Sin embargo, también este plan se vino abajo. A la mañana siguiente, el reportero fue abordado por cuatro cazadores de monos que vestían la indumentaria tradicional mayoruna. Para ganarse su confianza, McIntyre les obsequió con telas y espejos y aprovechó el encuentro para ir tras ellos por mitad de la selva. No tardó mucho tiempo en advertir que, conforme se alejaba del río, estaba perdiendo su camino de vuelta, así que nunca más volvió a tomar el hidroavión y pasó a convivir con esa desconocida tribu durante dos meses.
Los mayoruma, apodados “gentes del gato”, se creían descendientes de los jaguares y perforaban sus labios y mejillas con finas púas a imitación de los bigotes de tales felinos. Eran expertos cazadores de monos, no practicaban la agricultura pero sí la guerra. De hecho, confeccionaban collares con huesos humanos y empleaban los cráneos de los vencidos a modo de copas para beber. El panorama para el periodista estaba muy lejos de ser halagüeño porque, en ausencia de su guía indio, no tenía manera de entenderse con ellos. Además, extravió todas sus posesiones occidentales. Los indios quemaron sus zapatillas deportivas y su reloj. Un mono destruyó su cámara y los rollos de película. Y, al llegar a un claro de la jungla, McIntyre se dio de bruces con un macabro hallazgo: varios cuerpos humanos devorados por hormigas y alguno todavía con una flecha clavada en el pecho.
A pesar de tanta contrariedad, el desubicado periodista logró ser aceptado por la comunidad indígena aunque no por todos sus miembros. Un guerrero, al que el reportero denominó “Mejillas Rojas” por la pintura con la que maquillaba su cara, se mostró especialmente hostil. De hecho, una noche, Mejillas Rojas llevó al forastero a un punto apartado del poblado para hacerle partícipe de una simulación de caza con antorchas. Cuando ambos alcanzaron un rincón solitario, el guerrero mayoruna empujó a McIntyre contra unos espinos, abandonándolo a su suerte para dejarlo morir.
Sin embargo, dos días después, mientras su cuerpo empezaba a ser devorado por infinidad de insectos, el reportero consiguió ser rescatado por la facción más hospitalaria de la comunidad. Al regresar a la aldea, topó con el cadáver de Mejillas Rojas que había sido colocado en un sitio prominente, a la vista de todo el mundo, para escarmiento y ejemplo general.
Desde ese momento, la vida fue más fácil para McIntyre, pero también mucho más extraña. El líder del grupo era un venerable anciano al que el periodista apodó “Lapa” por su piel arrugada. Y, aunque el forastero no compartía ningún lenguaje común con él, consiguió comunicarse por un procedimiento absolutamente insólito: sin palabras, a través del pensamiento; mediante un fenómeno que McIntyre bautizó como “radiación”. Gracias a esta telepatía con el jefe, el reportero logró hacerse entender y, también, a “escuchar” al jefe mayoruna. Fue así como averiguó por qué se desplazaban por la selva de un extremo a otro, levantando frecuentemente el campamento sin razón aparente. La tribu estaba realizando un viaje espiritual, guiado por Lapa, quien deseaba reconectar con el «principio de los tiempos». Una época dorada y mítica fuera del alcance de cualquier civilización invasora donde la vida trascurría de manera más sencilla y había menos miedo en el mundo.
McIntyre también aprendió que esa habilidad para comunicarse sin abrir la boca era el “otro idioma” que manejaban únicamente los más ancianos. Bastaba con que se sentara al lado de uno de ellos para “oír” sus pensamientos. A veces, los mensajes le llegaban bajo la confusa sensación de acceder al fondo de un indescifrable “zumbido” en el cual se manifestaba toda la actividad mental de la tribu.
Pero la aventura con los mayoruna tuvo un punto y final. Llegada la temporada de lluvias, McIntyre aprovechó para hacer una dramática huida río abajo a bordo de una rudimentaria balsa. Una vez en el mundo moderno prefirió no contar nada de sus experiencias telepáticas. «Yo mismo no estaba seguro si realmente había sucedido o no», dijo al diario Seattle Times en los años 90. “Las alucinaciones son algo que les pasa a muchos exploradores y a todos los escaladores de montaña».
Pero la duda siempre quedó flotando sobre su mente. Posteriormente tuvo encuentros con más de 30 tribus en el ejercicio de su labor profesional y jamás vivió un fenómeno de “radiación” siquiera parecido. Dudando de sus propios recuerdos, rastreó en 1977 lo que quedaba de la tribu mayoruna. Una parte de la comunidad se había movido más al interior de la selva, mientras que otra facción se había trasladado fuera de ella en Brasil. Fue así como el reportero coincidió y reconoció a uno de los hombres de la comunidad con la que convivió durante dos meses. Le abordó y preguntó directamente si el «viejo lenguaje», la radiación, se seguía utilizando. «Sí, se fala» [«Sí, se habla»], respondió el indígena en portugués.
La historia de Loren McIntyre fue recopilada y dada a conocer por Petru Popescu en el libro Amazon Beaming del año 1991[1] y también ha inspirado una obra de teatro titulada “The Encounter”, adaptada por Simon McBurney.

Las cenizas adivinatorias zulúes

A finales del siglo XIX, D. Leslie penetró en territorio zulú en busca de sus cazadores kafari. Siguió determinadas pistas que le habían facilitado algunos informantes, pero al alcanzar el lugar del posible encuentro no había nadie. Decepcionado y frustrado, uno de sus criados le aconsejó consultar a un vidente a lo que Leslie accedió. El hechicero zulú conocía el secreto arte de “abrir las puertas de la distancia” y para ello prendió ocho fuegos pequeños, tantos como los cazadores que buscaba el explorador. La ceremonia comenzó arrojando a las llamas dos objetos: unas raíces que desprendían desagradable olor y una piedra por cada hoguera. Después, el oficiante tomó una medicina que le indujo un trance muy violento y convulsivo durante diez minutos.
A continuación, empezó la verdadera adivinación, según refirió Leslie en su obra Among the Zulú and Amatongos, publicada en 1875[2]: “Dio la impresión de despertarse, se dirigió a uno de los fuegos, removió las cenizas, miró con atención el guijarro, describió fielmente al hombre y dijo: ‘Este hombre murió de fiebre y tu fusil se ha perdido’. Luego, se situó ante el segundo fuego: ‘Este hombre (correctamente descrito) ha matado cuatro elefantes’ y pasó a describir sus colmillos. Fue luego ante el tercer fuego: ‘Este hombre (tras describirlo también) ha sido muerto por un elefante, pero tu fusil volverá a casa’, y así con el resto, con descripciones minuciosas y correctas de los hombres y con la indicación de su éxito o su fracaso”. Precisa Leslie en su estudio que también le comunicó el hechicero dónde estaban los supervivientes y que regresarían al cabo de tres meses aunque no por el itinerario esperado. Remata la exposición el etnógrafo diciendo: “Estas informaciones, de las que tomé diligente nota, más tarde, para mi gran estupor, se revelaron exactas en todos sus detalles. Que este hombre hubiera podido obtener esa información de los cazadores por vía normal era poco probable: se encontraban diseminados por una región a unas doscientas millas de nosotros”.

El espejo mágico de los pigmeos

El misionero católico y etnógrafo Henri Trilles publicó un trabajo de referencia en 1932 titulado Les Pygmées de la forét équatorial. Durante 15 años recorrió Gabón explorando y conviviendo con los míticos pigmeos. En la citada obra, el sacerdote francés recopiló sistemáticamente aquellas exóticas costumbres, vida cotidiana y creencias que luego difundió en charlas universitarias y publicaciones académicas. Una vez más, entre las páginas de este voluminoso estudio asoman un puñado de sucesos prodigiosos que desconcertaron la mente del investigador.
Al padre Trilles le desapareció un objeto e, inmediatamente, un amable pigmeo acudió en su ayuda para identificar al posible causante del hurto. Lo curioso del caso es que aquel improvisado detective realizó la pesquisa con un espejo mágico[3]: “Poco después de unos encantamientos me declaró con aire decidido: ‘Veo a tu ladrón; es fulano – y me indicó a uno de los jóvenes que me habían acompañado-. Además, mira tú mismo’. Y, para mi gran asombro, vi reflejarse en el espejo los rasgos de mi ladrón. El hombre, enseguida interrogado, confesó que, en efecto, era culpable”.
No fue la única vez que el padre Trilles contempló hechos de difícil explicación para él efectuados con un espejo mágico[4]: “Un día yo conversaba con un hechicero pigmeo. Mis hombres, con sus piraguas, debían alcanzarme para traerme provisiones. Incidentalmente hablé a mi hombre de esto, preguntándole: ‘¿Estarán todavía muy lejos? ¿Me traerán lo que les he pedido?’. ‘Decírtelo es facilísimo.’ Tomó su espejo mágico, se concentró, pronunció unos encantamientos. Después: ‘En este momento los hombres están doblando tal punto del río (estaba a más de un día de piragua), el más alto acaba de disparar con la escopeta a un gran pájaro; lo ha abatido; los hombres reman enérgicamente para alcanzarlo; ha caído al agua. Lo han agarrado. Te traen lo que les has pedido’”. No cabía duda de que el hechicero empleaba aquel espejo mágico como si se tratara de la pantalla de un televisor transmitiendo una remota señal en directo. Trilles verificó las apreciaciones del pigmeo y anotó en su estudio: “En efecto, todo era verdad: provisiones, disparo, ave abatida; y estaba, lo repetimos, a un día de distancia del lugar”.El rudimentario espejo de los pigmeos siguió asombrando a Trilles, quien describió en su libro alguna otra de sus funcionalidades extraordinarias. Además de identificar malhechores o visualizar sucesos a increíbles distancias, cuenta el sacerdote que aquel objeto mágico era utilizado para traducir idiomas desconocidos[5]: “En uno de los viajes que hicimos con monseñor Le Roy, el hechicero de la aldea donde llegamos por la noche nos describió con suma exactitud el camino que habíamos recorrido, lo que habíamos comido y hasta las conversaciones mantenidas. Uno de los detalles de nuestra conversación era particularmente típico. Habíamos encontrado una pequeña tortuga. ‘Puede servir para la cena de esta noche’, me dijo monseñor Le Roy, y yo añadí riendo, ya que teníamos mucha hambre: ‘Si hace falta, agregaremos la cabeza del guía’. Hablábamos en francés, idioma del que el hechicero no entendía una palabra, y sin embargo, sin moverse de su aldea, en presencia de todos, él nos había ‘visto’ en su espejo mágico ¡y nos repetía lo que habíamos dicho!”.
En otras ocasiones, la adivinación se efectuaba sin la mediación de ningún objeto prodigioso[6]: “poco a poco el hechicero se exalta; cantando, gira con rapidez sobre sí mismo, se curva en forma de arco, la cabeza echada hacia atrás toca el suelo golpeándolo con violencia. Después brinca ininterrumpidamente: sumido en un estado psíquico intermedio entre lo consciente y el trance”. Bajo esas condiciones el brujo pigmeo describe al consultante qué suerte correrá durante la caza de elefantes que “es representada mímicamente con una precisión extraordinaria: el hechicero ve. Se lanzan las azagayas: el hechicero ha designado al cazador, muestra al que huye, al que ataca, al que es atacado por el animal agonizante, dilacerado, ya no hay nada que hacer. Luego muestra a los vencedores y los vencidos de esta caza siempre peligrosa”. El padre Trilles no puede disimular su fascinación al terminar subrayando que: “algo de lo más extraño – he podido constatarlo-, esta visión a distancia del futuro se realiza hasta en los más mínimos detalles: no sólo el lugar de la caza, no sólo los hombres muertos o heridos y el número de los elefantes matados, sino también el número de los colmillos [capturados]. ¡Todo es exacto!”. En la sesión adivinatoria de la que Trilles fue testigo “el clan supo con satisfacción que se matarían ocho elefantes, de los cuales cinco serían machos y un solo cazador encontraría la muerte”. Pues bien, “lo que luego encontré más sorprendente es que las predicciones del mago se cumplieron exactamente”.
El reiterado contacto del padre Trilles con los pigmeos le deparó la contemplación de otro episodio extraordinario: el ritual en el que los magos más ancianos aceptaban a nuevos discípulos para transmitirles su saber[7]. Los neófitos se sentaban en el extremo de la tabla de un balancín. Bajo la otra punta del rudimentario columpio se ubicaba el hechicero con los brazos estirados. Entonces, los neófitos procedían a impulsarse y elevarse, pero cuando el extremo opuesto iba a golpear la cabeza del viejo brujo, una suerte de fuerza invisible lo impedía. El hechicero detenía el movimiento de la tabla y conseguía equilibrar el balancín sin tocarlo, sin que hubiera ningún peso en el otro extremo. Tan solo apuntando con las palmas de sus manos en dirección a ese lado del columpio. El rito dejaba exhausto al veterano brujo que perdía el conocimiento, caía bruscamente al suelo y era alejado de la ceremonia por los compañeros para reanimarlo.

Sueños premonitorios en tierra de fuego

Los fueguinos son una etnia de cazadores-recolectores y pescadores que habita en los archipiélagos más meridionales de Chile y Argentina. El sacerdote y etnólogo alemán Martin Gusinde convivió con ellos durante muchos años a principios del siglo XX, justo en un momento en que dicha comunidad era considerada una raza inferior y objeto de exterminio por el hombre blanco. La monumental obra etnográfica publicada en tres gruesos tomos por Gusinde el año 1937 contribuyó a eliminar todos esos prejuicios, denunciar las matanzas y dar valor a la cultura de los fueguinos.

Pues bien, cita el misionero alemán en su estudio una premonición de la que fue testigo y que protagonizó una mujer de la etnia yamana[8]: “El 26 de julio de 1923 Nelly me contó afligida que la noche anterior había soñado cosas muy feas: ‘De Mejillones (Isla Navarino) vinieron aquí (a Punta Remolino) algunas familias y me han contado que en aquel lugar reina un luto general. Hoy seguramente arribará alguien de allá y podremos saber quién ha muerto. Después de este sueño me he desvelado y ya no he podido dormir’”. Cuenta Gusinde que trató de tranquilizarla y convencerla de que las pesadillas no servían para hacer vaticinios. Sin embargo, durante varios días no se recibieron noticias de Mejillones y comenzaron a sospechar que algo extraño había pasado allí. Finalmente, “para nuestra gran sorpresa, Alejandro llegó a Punta Remolino y enseguida contó: ‘La noche pasada murieron allá dos mujeres entre nosotros. Anita, mujer de Willer y Sara, mujer de Masemikens. El propio Masemikens y la vieja Emilia están seriamente enfermos y sucumbirán pronto’”.

Desmaterializaciones ilusiorias

El antropólogo y lingüista ruso Vladimir Bogoraz recoge en su obra de 1910 Chukchee Mythology que las chamanas de esta comunidad autóctona de la península de Chukchee junto al Océano Ártico realizaban prodigios
en público con absoluta naturalidad. En una ocasión, una chamana entró en trance después de atraer a ciertos espíritus[9]. Luego, colocó una gran piedra redonda sobre su tambor. La mujer comenzó a apretarla como si la exprimiera y de su interior cayeron infinidad de piedras que se fueron apilando sobre el suelo durante cinco minutos. Durante dicha acción, la piedra redonda no experimentó ningún cambio.
Permaneció intacta y lisa. Apunta Bogaraz que “yo estaba sentado muy cerca de la prestidigitadora, y no logré descubrir de dónde provenían estas piedras. Además, toda la parte superior de su cuerpo estaba completamente desnudo y accesible a la inspección. Al cabo de unos momentos pedí de pronto a la chamana que repitiera el truco, para tratar de sorprenderla despre-
venida, pero enseguida tomó la piedra y de nuevo hizo brotar de ella un flujo de pequeñas piedras, aunque de mayores proporciones que las anteriores”.
Bogaraz nunca dio credibilidad a aquellos efectos anómalos aunque no detectara la manera en que se llevaban a cabo. Para él, “todas estas cosas sucedieron muchas veces en mi presencia” y “todos estos trucos se parecen de manera extraordinaria a los hechos de las modernas sesiones espiritistas, y sin duda no pueden realizarse sin ayuda de asistentes humanos”.

La brujería voladora de los azande

Entre los azande del Sudán existía la creencia de que la brujería era una entidad dañina que residía dentro del cuerpo de cada brujo. Desde allí y una vez invocada mediante el ritual correspondiente, la brujería viajaba por el aire emitiendo una luz brillante hasta alcanzar el organismo de su víctima, especialmente, cuando ésta permanecía dormida. Así explicaban los azande que los brujos pudieran matar a kilómetros de distancia sin salir de sus chozas. La fatídica luz en cuestión recordaba al brillo nocturno de las luciérnagas, según le informaron repetidas veces los miembros de esta comunidad africana al prestigioso antropólogo Sir Edward E. Evans-Pritchard.
Este profesor de Oxford ha sido uno de los más influyentes y reconocidos investigadores de la condición humana del siglo XX. Convivió con los azande largo tiempo durante la preparación de su tesis doctoral en los años veinte y sus libros continúan siendo una lectura académica obligatoria para cualquier estudiante de antropología. Lo que quizás nunca anticipó Evans-Pritchard es que él mismo vería actuar a esa extraña y letal luminosidad flotante de la que tanto le advirtieron sus informantes.
En su célebre trabajo Brujería, oráculos y magia entre los azande, este investigador británico refiere lo siguiente[10]: “Solo una vez he visto la brujería de camino. Había estado sentado en mi choza hasta tarde, tomando notas. Alrededor de la media noche, antes de retirarme, cogí una lanza y salí a mi habitual paseo nocturno. Caminaba por el huerto a espaldas de mi choza, entre plátanos, cuando noté una luz brillante que pasaba por detrás de las chozas de mis sirvientes hacia el caserío de un hombre llamado Tupoi. Como parecía una investigación valiosa, seguí su paso hasta que una gran pantalla de hierba oscureció la visión. Pasé rápidamente al otro lado de mi choza para ver dónde iba la luz, pero no conseguí volver a verla. Sabía que sólo una persona, un miembro de mi casa, tenía una lámpara que pudiera dar una luz tan brillante, pero a la mañana siguiente me dijo que no había salido por la noche ni había utilizado su lámpara. No faltaron informadores dispuestos a decirme que lo que había visto era la brujería”.
Aquella inesperada visión luminosa hubiera quedado en mera anécdota si no hubiera sido porque Evans-Prichard recibió una noticia al día siguiente que le hizo recapacitar: “La misma mañana, murieron un viejo pariente de Tupoi y un morador de su casa. Este hecho explicaba por completo la luz que yo había visto. Nunca descubrí su verdadero origen, que posiblemente sería un manojo de hierbas encendido por alguien que saliera a defecar, pero la coincidencia de la dirección en que se movía la luz y el posterior fallecimiento cuadraba con las ideas de los azande”.

Protectores invisibles de santuarios mayas

Los aluxes son unos seres traviesos propios de la cultura tradicional maya. Se los considera unas criaturas invisibles que custodian celosamente tesoros, cuevas y santuarios por lo que hay que tratarlos con el debido respeto y no actuar a la ligera cuando se intuye su presencia. Recuerdan en su comportamiento y personalidad a nuestros duendes occidentales así que, en el Yucatán, se les atribuye popularmente toda clase de conductas y actos mágicos. Pues bien, uno de los investigadores europeos que se vio inmiscuido en este juego de creencias fue Miguel Rivera Dorado, arqueólogo y catedrático de Antropología Americana en la Universidad Complutense de Madrid. Rivera Dorado acostumbra a relatar una rara experiencia que vivió mientras excavaba la ciudad mesoamericana de Oxkintok entre 1986 y 1990.
Conforme manifestó en el programa de radio la Escóbula de la Brújula, emitido el 22 de abril de 2016, “Yo cuento lo que sucedió”. Y, efectivamente, el profesor lo hizo: “Excavando el Zaa Tun Zaat que es un edificio laberíntico, encontramos una cámara funeraria. Abrimos la cámara estando presente todo el equipo porque una tumba en el Zaa Tun Zaat podía corresponder a un rey y ser una tumba formidable. Una serie de personas del equipo empezaron a hacer fotos para tenerlo todo fotografiado y dibujado. Pues bueno, no salieron las fotografías. Y las cámaras de fotos que usaban flash porque estábamos en el interior de un laberinto oscuro, pues empezaron a dispararse solas. Las cámaras se disparaban solas, los flashes se disparaban solos… hacia el techo, hacia las paredes…. Las dejábamos en el suelo y se disparaban solas… En fin, cobraron vida. Y no había forma de hacer fotografías ni de retratar nada dentro del Zaa Tun Zaat que es un lugar –dicho sea entre paréntesis- que todavía usan los chamanes mayas para la iniciación. El caso es que cuando ya no sabíamos que hacer, uno de los trabajadores, el capataz, nos dijo que les ofreciéramos unos cigarrillos a los aluxes porque les gustaba mucho el tabaco. Incrédulos por supuesto y entre risas, procurando no herir la susceptibilidad de los duendes, dejamos unos cuantos cigarrillos y se acabaron los flashes. Terminó el lío aquel”.
Otro detalle llamativo del asunto ocurrió cuando este episodio trascendió a la opinión pública y desde la televisión de Mérida, en concreto el Canal 13, llamaron a Rivera Dorado y su equipo “para hacernos una entrevista sobre las excavaciones y yo le dije, ‘no quiero hablar de los aluxes’. Por supuesto, a los dos minutos ya estábamos hablando de los aluxes. Pues, cuando una colaboradora mía antropóloga y yo mencionábamos a los aluxes, todo el sistema de comunicación se caía. Cuando dejábamos de hablar de los aluxes, se recuperaba todo”.

Allí donde los muertos bailan

Uno de los casos más repetidos entre los antropólogos a la hora de ejemplificar una observación participante tuvo lugar entre el pueblo Sisala de Ghana y lo vivió, en primera persona, Bruce Grindal mientras preparaba su tesis doctoral. Grindal pertenecía al departamento de Antropología de la Universidad de Indiana y publicó su insólita experiencia el año 1983 en el prestigioso Journal of Anthropological Research[11].
El investigador norteamericano consiguió asistir a un funeral Sisala que se estaba celebrando a media noche en el interior de una vivienda. El cadáver permanecía sentado en posición vertical, con las piernas cruzadas sobre una piel de vaca mientras un conjunto de individuos le rodeaban, cantaban, bailaban y tocaban tambores. Al observar cómo los danzantes se acercaban y alejaban del muerto a la vez que golpeaban con sus azadas en el suelo, Grindal fue cayendo en un extraño estado sensorial: “Al principio pensé que mi mente estaba engañando a mis ojos, así que no puedo decir cuándo ocurrió la primera experiencia; pero comenzó con momentos de anticipación y terror, como si supiera que algo impensable iba a suceder. La anticipación me dejó sin aliento, jadeando aire. En la boca de mi estómago sentí una sensación de sacudidas y tensiones, que correspondía a momentos de mayor conciencia visual. Lo que vi en esos momentos estaba fuera del ámbito de la percepción normal”.
Fue entonces cuando el joven etnógrafo contempló cómo diferentes destellos de luz muy fugaces envolvían al cadáver y a los danzantes aunque no pudo determinar exactamente de dónde procedían. En su propio cuerpo, Grindal sintió un golpe seco como si le hubieran cortado y separado la cabeza de la columna vertebral, momento en el cual “una visión terrible y hermosa estalló sobre mí”. Las hebras de luz como chispas de fuego jugaban sobre el rostro, los dedos de las manos y de los pies del difunto. Pero lo más insólito estaba a punto de ocurrir: “El cadáver, sacudido por espasmos, se puso de pie, girando y bailando frenético”. Todo a su alrededor resplandecía y fluía poderoso como si “el mismo piso y las paredes del lugar hubieran cobrado vida, irradiando luz y poder, atrayendo a los bailarines en una dirección y luego en otra”. El propio fallecido continuó danzando y cogió unas baquetas para tocar los tambores sagrados. Concluye Grindal reseñando que “no puedo decir si lo que experimenté fue cuestión de minutos o incluso una hora. Tampoco puedo estar seguro de la secuencia de acontecimientos que presencié. Pero después de un tiempo el poder que había llenado el recinto comenzó a enfriarse”. Cuando Grindal regresó a su casa se acostó y disfrutó de un sueño muy profundo. A la mañana siguiente, “me sentí refrescado y comí un desayuno abundante”.

¿Parantropología?

¿Qué valor cabe dar a los precedentes relatos etnográficos? Como reflexión de fondo podría decirse que cada pueblo participa de un universo de creencias que no es considerado una pura fabulación o entelequia. Dichas creencias, por muy extravagantes que nos puedan parecer, están respaldadas por experiencias asumidas como reales para los integrantes de esa comunidad. Los informantes cuentan casos y viven hechos destinados a probar la veracidad de todo aquello en lo que creen. Y, algunas veces, los propios antropólogos son insospechados testigos de ese juego de autentificación empírica de las creencias.
Por supuesto, las etnias preindustriales son un mosaico de sensibilidades y diversidad. No transitan por el mundo obnubiladas como autómatas por su imaginario de creencias. Hay miembros escépticos y, también, creyentes exigentes que cambian de brujo cuando este equivoca un pronóstico, falla con un remedio o con un conjuro. Igualmente, el ilusionismo y la prestidigitación no es un invento occidental. Los trucos más sofisticados están a la orden del día entre muchos hechiceros y chamanes para fascinar a los incautos, engrandecer una reputación y aparentar estar en posesión de poderes infinitos.
Finalmente, hoy día, resulta complicado encontrar dentro de la literatura antropológica académica sucesos y arrebatos de sinceridad como los aquí reunidos. El investigador actual tiende a disciplinar su escritura y moderar las emociones cuando publica un estudio de campo. Sus experiencias anómalas, de haberlas, rara vez aparecerán negro sobre blanco en las publicaciones del gremio. Tan solo serán objeto de comentario curioso en reuniones informales entre colegas.
En cambio, dentro de la historia de la parapsicologíahubo algún tímido intento de establecer una parantropología. En el boletín Luce e ombra de 1981, razonaba Giovanni Iannuzzo[12]: “Las prácticas mágicas han sido ampliamente estudiadas por numerosas ciencias humanas. Historiadores, etnólogos, antropólogos, por no hablar de los psicólogos y psicoanalistas, han dedicado un esfuezo muy interesante al problema de la génesis de las prácticas mágicas y la persistencia de ellas en el mundo moderno. Modelos sociológicos muy elaborados, relacionados con las formas de pensamiento mágico y su impacto social también fueron realizados. Sin embargo, este tipo de investigación, y estos modelos se están demostrando en general totalmente insuficientes como propuestas interpretativas del fascinante secreto que es el ‘poder mágico’ […] El problema surge en este punto es ver si el secreto del ‘poder mágico’ de alguna manera puede ser revelada por la parapsicología […] Existe, pues, no sólo la posibilidad, sino también la necesidad de una convergencia entre la parapsicología y la antropología”.
Pero sin duda, eran otros tiempos. La parapsicología había cogido cierto vuelo de disciplina seria. Por aquellos años, varias universidades tenían cátedras de estudios paranormales y las principales revistas científicas publicaban algún que otro trabajo sobre la materia. Algunos antropólogos prestigiosos como, por ejemplo, Ernesto de Martino formaron parte activa de la Sociedad Metapsíquica Italiana y el célebre historiador del chamanismo en el mundo clásico, E. R. Dodds, escribió en 1971 “Supernormal Phenomena in Classical Antiquity”[13], coqueteando con la idea de que algunos prodigios descritos por los filósofos griegos podían responder perfectamente a auténticos fenómenos paranormales.
Sin embargo, esta es una página ya pasada, aunque todavía existe una revista que trata del asunto: paranthropology, fundada en 2010[74]. En su declaración de intenciones podemos leer que consiste en “una revista gratuita en línea dedicada a la promoción de los enfoques científico-sociales para el estudio de las experiencias paranormales, creencias y fenómenos en todas sus variadas formas. Pretende fomentar un diálogo interdisciplinario sobre lo paranormal, con el fin de ir más allá del punto muerto escéptico versus defensor en el que se ha asentado el debate actual, y para abrir nuevas vías de investigación y comprensión”. Un intento independiente por recuperar ese camino parantropológico que pudo haber sido y no fue.

JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO                          El Ojo Crítico nº 83

[1] Petru Popescu, Amazon Beaming, New York: Viking (Penguin), 1991
[2] Citado por Ernesto de Martino, El mundo mágico, Buenos Aires: Libros de la Araucaria, 2004, pp. 74-75
[3] Henri Trilles, Les Pygmées de la forét équatorial, París, 1932, p. 493
[4] Henri Trilles, Les Pygmées de la forét équatorial, París, 1932, p. 181
[5] Henri Trilles, Les Pygmées de la forét équatorial, París, 1932, p. 180
[6] Henri Trilles, Les Pygmées de la forét équatorial, París, 1932, p. 189 y ss.
[7] Citado por Ernesto de Martino, El mundo mágico, Buenos Aires: Libros de la Araucaria, 2004, pp. 97-99
[8] Citado por Ernesto de Martino, El mundo mágico, Buenos Aires: Libros de la Araucaria, 2004, pág. 126

[9] Vladimir Bogoraz, Chukchee Mythology, en Jesup North Pacific Expedition, Vol. 8, Pt. 3, Memoir, Leiden: American Museum of Natural History, 1910, pág. 438 y ss.
[10] Edward E. Evans-Pritchard, Brujería, oráculos y magia entre los azande, Barcelona: Anagrama, 1976, pp. 58-59
[11] Bruce T. Grindal , «Into the Heart of Sisala Experience: Witnessing Death Divination», Journal of Anthropological Research, 39/1 (Spring, 1983) pp. 60-80.
[12] Giovanni Iannuzzo, “Fenomeni Psi e pratiche magiche”, Luce e Ombra, 4 (octubre-diciembre 1981) pp. 334-357
[13] Proceedings of the Society for Psychical Research 55 (1971); reimpreso en Dodds, The Ancient Concept of Progress, Oxford: The Clarendon Press, 1988, pp. 156-210.
[14] http://paranthropologyjournal.weebly.com/free-pdf.html

«ZODIAC» LA HISTORIA MÁS ALLÁ DE FINCHER

Marta Trivi     Se acaban de cumplir diez años de la llegada a la cartelera española de Zodiac, una película basada en hechos reales, con la que el director David Fincher alimentaba la leyenda de uno de los asesinos más enigmáticos de la historia. Nadie puede poner en duda que la cinta sea uno de los mejores -si no el mejor- thriller en lo que llevamos de siglo. No obstante, como producto de true crime, Zodiac deja mucho que desear. Hablamos de las pistas y teorías que el director decidió dejar fuera.

La influencia del asesino del Zodiaco es tan poderosa como la de Jack el Destripador. Su figura nos fascina como recordatorio de que la justicia no siempre llega, como ejemplo de que en el mundo aún puede triunfar la maldad.

El Zodiaco es, además, el prototipo de asesino que nos asombra. Lejos de esconderse o avergonzarse por su comportamiento, anhelaba reconocimiento y encontraba divertido burlarse tanto de los policías que lo perseguían como de los periodistas que cada día debían sumergirse en su caso. Ególatra, al Zodiaco le gustaba hacer gala de su supuesta inteligencia superior y, en sus cartas llegó a incluir varios mensajes codificados, uno de los cuales, un criptograma formado por 340 símbolos, sigue sin haber sido resuelto a día de hoy a pesar de los esfuerzos tanto de la unidad de criptografía del FBI, como de la NASA y de incontables fanáticos del caso.

Basados en esta serie de asesinatos podemos encontrar casi una treintena de libros, uno de los cuales, Zodiac (1986), del dibujante reconvertido a escritor Robert Graysmith, destaca entre los demás en cuanto a volumen de ventas se refiere. Zodiac fue todo un best seller el año de su publicación, llegando a vender más de cuatro millones de copias, todo un hito para un libro de no-ficción. Entre los lectores estaba el guionista James Vanderbilt, que quedó tan fascinado con la historia de Graysmith que se dedicó a escribir una adaptación de la misma para la pantalla y a moverla hasta conseguir, no sólo financiación, sino que el director que él consideraba ideal, David Fincher, se sumara al proyecto.

Zodiac (2007) es una película hipnótica. Magnífica. Centrada en el diálogo y con un ritmo imperturbable, nos sumerge en la agonía de la obsesión por el asesino desarrollada por el propio Graysmith. Pero, incluso con la innegable calidad del producto final, los incondicionales del caso rechazan la cinta de manera tajante: el libro de Graysmith, pese a ser considerado una referencia por el gran público, es uno de los más denostados por los estudiosos del caso.

Mucha especulación y poca investigación, dicen. Injusto, inmoral y poco documentado. Graysmith ha acabado convertido en el personaje más odiado por la comunidad de fanáticos de los crímenes del Zodiaco.

El detective aficionado contra Arthur Leigh Allen

En su crítica para Los Angeles Times aparecida el 9 de febrero del 86, Richard Harnett decía que había disfrutado mucho con la lectura de Zodiac. Le había parecido un libro muy entretenido. El crítico se frotaba las manos -con media sonrisa irónica dibujada en la cara- mientras dejaba lo mejor para final. Y es que si Zodiac le había parecido tan divertido era porque lo consideraba un gran libro de ficción, lleno de teorías y suposiciones rocambolescas.

Fue Harnett, en este texto, el que le dio a Graysmith el sobrenombre que en internet no se cansan de usar contra él: “el detective aficionado”.

Graysmith y Jake Gyllenhaal, que le interpreta en ‘Zodiac’

Graysmith ha dedicado gran parte de su vida al asesino del Zodiaco. Además de Zodiac, ha publicado otro libro sobre el tema, Zodiac Unmasked (2002) en el que, según él, aumenta las pruebas que sostienen su teoría: Arthur Leigh Allen (conocido como Lee) es el asesino del Zodiaco.

Durante el año escaso en el que el Zodiaco estuvo cometiendo sus crímenes, Graysmith trabajaba como dibujante de caricaturas políticas para el San Francisco Chronicle, uno de los diarios de los que el Zodiaco solía acordarse en su correspondencia. El caricaturista vivió en segunda línea todo lo relacionado, tanto con los asesinatos como con los movimientos dentro del periódico y los debates sobre ética que las llegadas de las cartas abrían.

Su obsesión con el asesino iba en aumento conforme se percataba, según sus palabras, de que ‘la información sobre el caso se perdía entre jurisdicciones’ y que muchos sospechosos nunca llegaban a ser interrogados debido a los problemas burocráticos entre los diferentes cuerpos policiales involucrados.

Graysmith cita como principal fuente policial del libro las notas de William (Bill) Armstrong, el investigador asignado por el departamento de policía de San Francisco al caso. No obstante, mucha de la información citada en Zodiac es incorrecta o, incluso, llega a ser contradicha en Zodiac Unmasked quince años después.

Es por eso que, aunque la película dirigida por David Fincher es bastante fiel al libro, descarta muchas de sus teorías plenamente especulativas (como la de que Allen usó para los asesinatos ropa heredada de su padre) y presenta algunas correcciones basadas en la investigación sobre el suceso puesta en marcha por el mismo director.

El cambio más llamativo es que Fincher decide ignorar los análisis caligráficos de Sherwood Morril -el especialista consultado por Graysmith- y seguir las conclusiones de Gerald Mcmenamin, un lingüista de la universidad estatal de California. Sus deducciones no pueden ser más distintas.

Para Morril, cuyo método de trabajo principal se basa en analizar la forma de los trazos y el espacio entre las letras, sólo caben dos posibilidades: o bien el Zodiaco son en realidad dos hombres, o bien es sólo uno que intentaba disfrazar su letra usando un proyector y copiando la escritura del dibujante de carteles de cine Bob Vaughn (que fue investigado y declarado inocente por Ken Narlow del departamento de policía de Napa). Aunque esta última teoría se presenta en la cinta en una de las escenas mejor calibradas, no adquiere en ningún momento la importancia y profundidad que se le da en la versión en papel.

Para el investigador de Fincher, que prefiere analizar el lenguaje y las palabras escogidas para expresarse que el asesino usa en las cartas, el Zodiaco es sólo un hombre que en ningún momento intenta ocultar su identidad. Más allá de eso, disfruta mostrándose y es por eso que emplea tanto sus conocimientos sobre cine y literatura y utiliza frecuentemente el sarcasmo.

A pesar de que es la idea mostrada en la película, Max Daly, el investigador privado contratado por el director, también discrepa con la teoría central del libro, la de que Arthur Leigh Allen cometió los horribles asesinatos.

John Carrol Lynch interpretando a Arthur Leigh Allen

Aunque muchas pruebas circunstanciales pueden señalar a Allen, este ha sido investigado una y otra vez sin éxito. Lo más llamativo para muchos, es que ni siquiera su descripción se ajusta a la dada por los testigos del caso. Allen -que fue acusado de corrupción de menores- era un tipo gordo y bastante alto que a finales de los sesenta, cuando se cometieron los crímenes, podía ser ya considerado calvo.

Los testigos -entre los que se encuentra el agente Don Fonke de San Francisco- hablaban de un hombre delgado o musculado, con pelo claro (canoso, rubio o castaño claro rojizo) de estatura normal o baja y la cara alargada con gafas, lejos del redondeado rostro de Allen.

Las huellas dactilares que, se supone, dejó el asesino tanto en el taxi en el que cometió su último asesinato, como en el teléfono con el que dio aviso del tercero, no coinciden en ningún caso con las de Allen. Un hecho que Graysmith explica argumentando que no puede probarse de forma efectiva que esas marcas fueran dejadas por el asesino.

Fotografía policial del asesinato de Paul Stine

En 2003, un año después de la publicación de Zodiac Unmasked, Michael Maloney y Kelly Carroll, los detectives de San Francisco asignados a casos antiguos, tomaron muestras de ADN de las cartas enviadas por el asesino. Para ello, siguiendo una intuición, despegaron los sellos esperando encontrar rastros de la saliva usada para humedecer el pegamento. La corazonada funcionó.

De la muestra, el laboratorio fue capaz de obtener un perfil genético parcial que, de manera clara, dejaba fuera de sospecha tanto a Allen como a Mike Rodeli, otro sospechoso muy sonado de la época.

Durante la gira de presentación de la película, Graysmith, que por entonces aún se enfrentaba a una demanda de la familia de Bob Crane por su libro sobre el actor y su adaptación al cine posterior, defendió su teoría argumentando que esas cartas habían pasado de mano en mano por las redacciones de los periódicos y que la cadena de custodia policial se había roto. En definitiva: que no podía probarse que ese perfil de ADN correspondiera al asesino.

This Is The Zodiac Speaking

Oficialmente, el asesino del Zodiaco estuvo en activo desde diciembre de 1968 hasta octubre del 69. En ese periodo de tiempo tuvo ocasión de matar a cinco personas y dejar a dos hombres heridos en cuatro crímenes diferentes. Pero su sombra es mucho más alargada. El Zodiaco estuvo mandando misivas a diferentes periódicos y a particulares hasta 1974, salvo por un llamativo parón de algo menos de tres años.

Por descontado, existen una cantidad significativa de cartas cuya autenticidad no puede ser debidamente certificada. Entre estas, destaca una de 1978 cuya autoría, para algunos, pertenece a Dave Toschi, el investigador de la policía de San Francisco que es interpretado por Mark Ruffalo en la adaptación cinematográfica.

Y, al igual que con las cartas pasa con los crímenes. Hay algunos en los que siempre quedará la duda.

En la adaptación de Fincher podemos ver el encuentro entre una mujer y el que, según nos hace entender el director, es el asesino del Zodiaco, en una carretera nocturna. El hombre, tras hacerle señales luminosas a la mujer, consigue que detenga el coche y, tras eso, le inutiliza una rueda. Con la excusa de llevarla a una gasolinera, el asesino consigue que Kathleen Johns, que así se llama la joven madre, entre en su vehículo junto con su bebé para acabar saltando del coche en marcha más tarde ante el evidente peligro.

Este incidente, que sucedía en marzo del 70 cerca de Patterson, en California, es uno de los que más dudas levanta en los investigadores. Aunque la recreación de la película indique que todo fue cuestión de minutos, Johns pasó en el vehículo con su secuestrador algo más de tres horas y, debido a la diferencia de modus operandi, el único motivo por el que se sospecha que el Zodiaco pudo ser el criminal es que la mujer así lo dijo en la estación de policía en base a los retratos robots.

En una carta (de las auténticas), el Zodiaco reclamaba la autoría del delito cuatro meses después. Sin embargo, daba tan poca información al respecto y su historia se parecía tanto a la que ofrecían los medios que los investigadores confirmaron algo que venía sospechando desde mucho tiempo atrás: al asesino le gustaba apuntarse tantos.

Darlene Ferrin junto a su marido

Debido al afán del criminal por admitir cualquier cosa que aumentara el recuento de cadáveres, en la actualidad es muy difícil confirmar o desmentir teorías. No obstante, parece existir cierto consenso en admitir que Cheri Jo Bates no sólo fue una víctima del Zodiaco sino que fue la primera de ellas. Bates fue apuñalada 26 veces una mañana que se dirigía a la biblioteca de la universidad en la que estudiaba. Hay dos razones para relacionar este crimen con el Zodiaco.

La primera, las cartas. Un mes después del asesinato de Cheri, mucho antes de que el Zodiaco se diera a conocer, el asesino de la joven mandó una serie de misivas a periódicos de Riverside y al padre de la joven en el que, con cierto sarcasmo, se reía de la inutilidad policial.

Artículo sobre el asesinato de Cheri Jo Bates

La segunda razón, esta proporcionada por Graysmith en su libro, es que Morril, el experto en caligrafía con el que colabora, identificó un poema tallado en una mesa de la biblioteca de la facultad como “escrito por el asesino”. En la correspondencia enviada por el Zodiaco el 30 de abril del 70, el asesino felicita a la policía por haber descubierto “su actividad en Riverside” pero, al no proporcionar más datos, el asesinato de Cheri nunca se sumó a la lista oficial.

Los sospechosos favoritos

Zodiac de Fincher sigue tan de cerca la obra de Graysmith que ni siquiera se permite presentar a sospechosos alternativos. Los más conocidos son Richard Gaikowski, el sospechoso número uno para los fans del caso; Rick Marshall, al que los investigadores llamaban “el sospechoso favorito”; y Lawrence Kane, que es el que más pruebas y declaraciones acumula en su contra.

El nombre de Gaikowski saltó a la palestra gracias a Tom Voight, creador de zodiackiller.com y uno de los mayores especialistas en el asesino. Según su propia narración, Voight fue contactado por un informante, cuyo nombre en clave es Goldcatcher, que le proporcionó audio, fotos y muestras de escritura de un conocido del que sospechaba desde hacía mucho tiempo.

Tom Voight junto a Goldcatcher

Al analizarlos Voight se convenció. No es sólo que la voz y la escritura de Gaikowski y el Zodiaco fueran similares o que su pasado en las fuerzas armadas pudiera haberle proporcionado habilidad con la codificación sino que el hombre, que trabajó de periodista en su juventud, solía firmar sus artículos como Gyke, palabra que puede leerse en uno de los criptogramas enviados por el Zodiaco.

Paralelamente, Voight descubrió que Gaikowski había estado en tratamiento por una enfermedad mental en el hospital Mt. Zion durante 1971 y 1974 coincidiendo con los años de silencio del asesino. En la carta del 74, cuando el Zodiaco se decidía a compartir sus opiniones sobre El exorcista (1973), Gaikowski trabajaba, precisamente, en un cine.

Para los investigadores, que no pudieron contar en su época con la declaración de Goldcatcher, el hombre a seguir era Rick Marshall.

Marshall era, para el detective Ken Narlow, el sospechoso que más se parecía al retrato robot proporcionado por los testigos. Ferviente amante del cine y la literatura, Marshall aseguraba, en una entrevista en televisión, que no le extrañaba que los policías dudaran de él cuando compartía tantos intereses culturales con el asesino.

Durante el registro de la casa de Marshall se encontró una máquina de escribir de similares características a la que, se asumía, usaba el asesino, además de una máquina de coser (el Zodiaco se hizo una capucha y cosió un emblema en su pechera) y otros “items sospechosos” no detallados en el informe.

Pero es Lawrence Kane el que parece el candidato más probable según las pruebas. Diagnosticado, tras un accidente de coche en 1962, como una persona “incapaz de controlar sus impulsos”, fue identificado por las dos hermanas de la victima Darlene Ferrin como “El hombre desconocido que asistió al funeral”. Kathleen Johns, la víctima del extraño secuestro en coche, también señaló la foto de Kane como la imagen de su agresor.

Kane estuvo en la marina, en donde trabajó y estudió codificación naval, antes de ser descartado y enviado de vuelta a casa. La descripción de Kane se asemeja mucho a la declaración de los testigos supervivientes, además, vivía cerca de la calle en donde mataron al taxista Stine y poseía un coche similar al descrito por los testigos en las otras localizaciones de los crímenes. Por último, dato que muchos psicólogos destacan, Kane era probablemente asexual, lo que explicaría por qué ninguna de las víctimas del Zodiaco fue agredida en este sentido.

Mitos y leyendas

Uno de los hechos más escalofriantes del caso es que el Zodiaco se fue como vino. Tal y como empezó, dejó de actuar un año más tarde. Es por esto que muchos piensan que, en realidad, el Zodiaco es otra identidad de algún célebre asesino.

Bruce Davis, que pertenecía a la familia de Charles Manson, fue sospechoso durante cierto tiempo hasta que tanto el FBI como el abogado Vincent Bugliosi demostraron que era imposible que fuera el perpetrador . El foco sobre Davis lo puso el autor Howard Davis en su libro The Zodiac/Manson Connection (1997). Dennis Rider, el famoso BTK y Theodore Kaczinsky, conocido como Unabomber, tampoco se han librado de la sospecha aunque son más llamativas las acusaciones contra Michael O’Hare y Earl Van Best Jr.

Bruce Davis (derecha)

El primero fue señalado por Gareth Penn, reputado autor de true crime, que en su libro sobre el caso, Times 17 (1987), se hace un lío con las matemáticas y desarrolla la ya descartada “Radian Theory” (teoría del radián). Penn aseguraba que el Zodiaco actuaba siguiendo un ángulo concreto sobre el mapa de San Francisco y, por lo cual, debía ser alguien con amplios conocimientos cartográficos y científicos. O’Hare, como profesor de matemáticas universitario, se convirtió en su obsesión.

Van Best, por otro lado, fue un criminal de poca monta acusado, tras su muerte, por su hijo Gary L. Stewart en el libro The Most Dangerous Animal of All (2014). Stewart, abandonado de niño, empezó a investigar a su padre para conocer un poco de sus raíces y acabó desarrollando esta teoría, desbancada más tarde por los análisis de ADN.

Earl Van Best Jr.

Puede que al final el único libro que contenga algo más que especulaciones sea el de Lindon Lafferty, The Zodiac Killer Cover-Up: The Silence Badge (2012) que asegura que si no conocemos al asesino se debe a múltiples pifias de los investigadores y a la corrupción policial de la época.

Aunque los productores de cine dijeran a Fincher que un final abierto sería insatisfactorio y anticlimático lo cierto es que este, como mínimo, nos ha proporcionado unas buenas risas..

MARTA TRIVI       Canino