CHAMANES, LICÁNTROPOS Y VIAJES AL OTRO MUNDO

En ese bosque que tu sabes y escondidos entre las ramas de los árboles más viejos, vigilan los ojos del miedo. Han contemplado curiosas transformaciones y también ciertas cosas de las que quizá será mejor no hablar… por el momento.

Cae la tarde y en los caminos que cruzan la gran llanura comienzan a moverse todos los animales, pequeños y grandes, que se apresuran antes de que descargue el temporal que amenaza.

Las hogueras empiezan a iluminar el poblado, junto al cantil por el que se despeña un grueso caudal de agua. Unos preparan leña para el fuego. Otros se afanan en diversas tareas. Los demás, aguardan. La noche será larga y sus amenazadoras presencias comienzan a cercar los débiles círculos de luz y calor que tratan de combatir las sombras que se acercan.

En lo más alto y escondido del cantil, se abre la boca de una caverna. En su interior, el hombre, con su cuerpo desnudo y pintado con ojos, soles y lineas zigzagueantes, marcha hacia la parte más oscura de la cueva y se introduce, muy al fondo, por una estrecha grieta, apenas visible. Lleva entre sus manos una débil y mortecina luz de grasa, mientras se arrastra con dificultad por aquél corredor que apenas se abre para dar paso a su cuerpo.

Finalmente, llega hasta un espacio más amplio y allí se detiene. Inspira profundamente tres o cuatro veces, inhalando el humo que despide la pequeña llamita que arde a su lado.

Coloca sus manos abiertas y extendidas sobre la pared que se alza frente a él, palpando suavemente cada rugosidad, cada protuberancia y cada hueco de la roca.

Al rato, tras un instante apenas medido por los impulsos y latidos de su corazón, bien perceptibles en el silencio abrumador de aquél sepulcro, cierra los ojos, aprieta los párpados con fuerza, deja salir de sus labios una canción formada por viejos conjuros y sonidos heredados de los dioses mas altos, allá en el principio de los tiempos… y empieza a Ver.

O Saldraa’c  Mictra a’c  Almidranac’h

O Drouizeh, saldraa’ch, O Drouizeh…
El temporal se ha desatado. Pero, en el bosque, los animales-espíritu puestos en libertad por el chamán, allá en la cueva, tras atravesar el espacio frontera representado por la dura pared roqueña, con sus protuberancias, huecos y hendiduras, recorren ahora los senderos del bosque, oscuros e impracticables por la lluvia y la tormenta.
Pero ellos no reconocen obstáculos. Son como la llama de un fuego fátuo, como la exhalación del relámpago o la terrible vibración del trueno entre las montañas. Marchan y marchan en una estampida de pequeñas luminarias, destinados, cada uno de ellos, a encontrar aquello que buscan.

A veces, no siempre, lo que buscan es un animal de caza. Y lo cobran para aquél que los ha enviado en las alas del huracán. En otras ocasiones, no es ese su destino. Tratan, tal vez, de encontrar almas perdidas, extraviadas en los recovecos del camino abierto entre los mundos por las invocaciones y el poder del chamán. Quizás hayan sido empujados en su vuelo para acompañar a los espíritus desencarnados que deben  seguir su camino hacia el mundo que les aguarda. Aunque en ciertos casos…

¿No habeis sentido, mientras caminabais por los senderos de un bosque espeso, de esos que todavía hoy pueden verse en las montañas, como si alguien marchase a vuestro lado, aunque vosotros no podais verlo por más que lo intenteis?

¿No habeis vuelto la mirada atrás, con la sospecha de que una leve sombra ha cruzado vuestro camino y alguien -o algo- os contempla desde la linea más cerrada de los viejos árboles?

¿No escuchasteis alguna vez, en esas o en otras ocasiones parecidas, el sonido lejano, perdido entre la maleza, de un instrumento retumbante, como la sirena de un barco en la niebla, como la llamada de algo que parece aguardaros en un recodo, tras una roca cubierta de musgo y de otras oscuras manchas, cuya naturaleza vale más ignorar?

Todas esas -y algunas otras, quizá no tan inquietantes, pero por eso mismo más repentinas e inevitables- son las llamadas de aquellos a los que el chamán, con sus ojos de pájaro pintados por todo el cuerpo, con su tambor mágico y con su humo sagrado, envía para buscaros.

Almidreanac’h, O Saldraa’c, Saldraa’c Drouizeh, o Drouizeh…
Sin embargo, hay otros habitantes en las vueltas y revueltas de las boscosas avenidas. Y esos otros, se puede decir que resultarán hasta cierto punto inofensivos, siempre y cuando no se les sorprenda en alguna de sus empresas secretas o no se les moleste cuando van a lo suyo, allá por lo más escondido de la espesura, en las noches de luna, pero no sólo en ellas.

Tal rumor equivocado -me refiero al de las noches con luna plena y encendida- ha producido numerosos sobresaltos de esos que resulta difícil olvidar y aún alguna que otra muerte y desaparición de viajeros y de caminantes descuidados y desprevenidos. Y eso es así porque los mas sabios y viejos en cuestión de tradiciones, cuentos, leyendas y consejas, siempre han dicho que eso de la luna casi nada tiene que ver con aquello que realmente importa. Pero de poco sirven las advertencias y avisos cuando la temeridad y la arrogancia se confunden con el verdadero valor…
En lo más oscuro de la noche -sin luna- se mueve algo por allá, en el extremo más alejado del camino estrecho y peligroso que cruza el bosque, asomándose, de vez en cuando, al negro espejo formado por las aguas, profundas y rápidas, de un rio.

Parece un hombre que camina rápido, mirando con inquietud a un lado y a otro, como si escuchara ruidos inciertos entre las ramas que roza al avanzar. Con paso firme, aunque se diría que poseído por un cierto temblor propio del que busca sin encontrar el objeto de su zozobra, se acerca al rio. Allí mismo, frente a sus ojos, se tiende una lámina de agua sobre cuya superficie brillan los reflejos del cielo estrellado, como un negro tapiz dotado de vida oculta e insospechada.

El hombre mira, de nuevo, a todos lados. Parece tranquilizarse, porque nadie le sigue, ni le acecha. Durante un rato largo aspira el aire frio de la noche. Lo hace con prolongados y ruidosos bufidos, dirigiendo su rostro, contraído por aquél gesto peculiar, hacia el cielo, hacia el bosque y, por último, hacia la oscura extensión del agua, que entonces parece conmovida con un extraño temblor.

Después de tales maniobras, el hombre se quita toda la ropa. Una por una, las prendas van siendo dobladas y colocadas en una especie de pequeña hondonada, al pie de una gran roca. Completamente desnudo, vuelve a tomar el viento de la noche y el aire, al penetrar en su nariz y garganta, deja escapar un sonido agudo y quejumbroso, modulado como un suave aullido. 

 Ahora, el individuo entra decididamente en el agua, internándose en la doble sombra conformada por el fluir del rio y por el cielo oscuro. Nada hacia la orilla opuesta. Durante un momento es posible ver su cabeza, como un bulto destacado sobre la profunda negrura, asi como el ángulo de las ondas que produce al avanzar. Pero, de pronto, una especie de vibración, borra cualquier detalle. La naturaleza ha dejado brotar de sí un gran silencio. En un instante, todo parece detenido: rio, bosque, cielo…

Al fondo, en la otra orilla, un enorme lobo acaba de salir del agua y corre, veloz como una centella, a perderse entre las negras rocas, mientras, en el silencio primordial desatado por todo lo que comienza y nace, se percibe, desde la distancia, el ruido que un gran cuerpo produce al apartar de sí la vegetación en su carrera.
Chamanes y licántropos se transforman, cada uno a su manera, para emprender un gran viaje. Una parte de la naturaleza que está más próxima a ellos, les arropa y proteje, por asi decir, en ese cambio, y cambia también, a su vez, con ellos, de manera que asistimos a un proceso complejo cuya naturaleza dual y correspondiente ha sido descrita muchas veces en los registros milenarios de numerosas culturas y hasta ha llegado a ser reproducida en las escenas representadas en determinados petroglifos y grabados del arte prehistórico.

Los chamanes nacieron, según parece, en el paleolítico. Entonces, las creencias hablaban de un mundo lineal, extendido por las estepas y a lo largo de los grandes continentes, cruzados por cadenas de montañas. El mundo vertical, ese formado por tres planos -cielo, tierra e infierno o mundo inferior- vendría más tarde, en el neolítico, con la agricultura, la ganadería, el alfabeto y el comercio. Mientras tanto, las cavernas, uteros de la Tierra Madre, imágenes y metáforas de un entorno recogido y secreto cuyo recuerdo permanecía en cada uno de los seres humanos, desde el nacimiento hasta la muerte, eran lugares donde invocar aquellos poderes misteriosos e inquietantes, desprendidos del suelo, del calor y la humedad primordiales.

Los licántropos surgieron, quizá, casi al mismo tiempo que los chamanes. Recordemos el castigo recibido por Licaon, rey de Arcadia, cuando, en un banquete, ofreció carne humana a Zeus. Fue condenado a convertirse en lobo y así arrastró consigo, además de la maldición del padre de los dioses, una parte de ese poder de transformación y de cambio que el propio Zeus también poseía. Al fin, el gran dios olímpico pasaba por ser asimismo un dios-lobo, Zeus-licaios, cuyo santuario más sagrado y prohibido se levantaba en las laderas de algunas montañas de Arcadia. Allí, las hogueras quemando la carne de los sacrificios, humeaban siempre, dia y noche. Y nadie podía pisar aquél suelo sagrado sin perder inmediatamente la vida. Juego de cuchillos. Juego de sangre.

Los licántropos vagaron durante largo tiempo por los bosques primordiales, cazando a sus presas entre los viajeros que se atrevían a internarse por aquellos territorios. Cuando no tenían bastantes, hacían grandes razzias en los poblados próximos, cuyos habitantes creían entonces ser atacados por los muertos y pronto comenzaron a levantar defensas para combatir esta amenaza: empalizadas y murallas cubrieron el terreno libre y en sus postes aguzados, los pobladores clavaban siempre cabezas de lobo, para espantar y rechazar así a los asaltantes.

Chamanes y licántropos tuvieron, tal vez, hace muchos, muchos, miles de años, un nacimiento muy parecido y quizá más cercano entre sí de lo que se piensa habitualmente. ¿No existen algunas cuevas en las que pueden verse, sobre las paredes más alejadas y sumergidas en una oscuridad perpetua, figuras de contornos semi-humanos, de las que parecen deslizarse cabezas con grandes colmillos y pezuñas de fiera? ¿Se trata, tal vez, de un chamán recubierto con su traje mágico -la piel de uno de sus animales-espíritu- o de un licántropo, ya casi transformado, a punto de chamanizar?

La historia de las transformaciones, de los grandes cambios interiores, es una historia no escrita. No aparece en documentos ni en textos. No suelen hablar de ella voces brillantes de nuestro mundo. Aunque a veces es murmurada, casi susurrada al oido, por los más sabios y los más viejos. Pero se halla grabada en nuestro espíritu y también en lo que sale de nuestra mente. No sólo aparece en los genes, sino, sobre todo, se muestra en el desarrollo de la experiencia que se hereda, en ese conocimiento y saber almacenado en lo inconsciente colectivo, tantas veces ignorado y menospreciado.

Carl Gustav Jung sabía algo de todo esto. Quizá conocía sobre ello mucho más de lo que imaginamos. Y parece que quiso plasmarlo en los dibujos, cuidadosamente trazados, amorosamente diseñados durante años, de su Libro Rojo. Contemplar esas láminas produce estremecimientos propios de algo inmenso que se revuelve, de una entidad oscura y de fuerza terrible, retenida por largo tiempo y que ansía liberarse.

Podeis comprobarlo cuando queráis. Contemplad los testimonios legados por Jung. Caminad por los bosques en la noche. Oid al lobo que canta a la luna, a la oscuridad y a la Gran Madre desaparecida. Y, sobre todo, escuchad el gran rumor, viejo como la tierra, antiguo como la Vieja de las Viejas, que se desprende de vuestro interior.

Pero, aceptad un consejo bienintencionado. No os acerqueis al rio, ni querais contemplaros en el espejo que forman sus aguas en la oscuridad, especialmente cuando todo está en silencio y puede escucharse la llamada que quizá todos esperamos desde hace tanto tiempo, a la que tememos y al mismo tiempo deseamos, responder.

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Bibliografía sucinta:

– Walter Burkert, Homo necans.

– Marcel Detienne, Apolo con el cuchillo en la mano.

– Mircea Eliade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis.

– Claude Lecouteux, Hadas, brujas y hombres-lobo.

Y, por favor, no dejeis de leer -o de releer, si es el caso- mi pequeño cuento titulado «Lobo», en este mismo blog, Historias del antropólogo errante. Está basado en un hecho real. O al menos, eso juraba quien me lo contó una noche de lluvia y de miedo, allá por….

JOSÉ LUIS CARDERO

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