MITOLOGÍA AMAZÓNICA: LA LEYENDA DE LAS PIRÁMIDES DE PARATOARI

En 1968, Carlos Neuenschwander Landa había recorrido ya muchas veces los valles de los departamentos de Cusco y Madre de Dios en busca de las ruinas de la ciudad perdida del Paititi, que él mismo denominaba Pantiacollo. En su opinión, Pantiacollo debía ser una fortaleza, construida en tiempos remotísimos, situada al confín entre la selva alta (ceja de selva) y la selva baja. Algunos Incas pertenecientes a las clases altas, al fugarse de Cusco (1533) y luego de Vilcabamba (1572), supuestamente se escondieron en aquella misteriosa fortaleza, llevando consigo antiguos conocimientos y enormes tesoros.
Neuenschwander llevó a cabo varias expediciones riesgosas, durante las cuales tuvo la oportunidad de descubrir y documentar la fortaleza de Hualla y el “camino de piedra”, un dificil sendero que se desanuda en la divisoria entre la cuenca del Río Urubamba y la del Madre de Dios, construido probablemente por antiguos pueblos mucho antes de los Incas.
Luego, pudo utilizar varios helicópteros de la Fuerza Aérea del Perú (FAP), con los que pudo observar desde lo alto la meseta de Pantiacolla, legendario altiplano que él señaló como el lugar donde se encontraría la mítica ciudadela.
Como las dificultades para llegar al altiplano de Pantiacolla pasando por el “recorrido andino” del camino de piedra eran casi insuperables debido a la extensión de aquella remota zona, al clima demasiado frío, constantemente húmedo y totalmente impredecible, a la niebla persistente y a la posibilidad de encontrar indígenas peligrosos, Neuenschwander pensó que sería posible llegar a la misteriosa meseta remontando algunos afluentes del Río Alto Madre de Dios, como el Nistron o el Palotoa.
Ya desde 1957, a Neuenschwander le habían informado de la presencia de misteriosos petroglifos situados en el Río Porotoa (los bellísimos petroglifos de Pusharo, descubiertos en 1921 por el Padre Vicente de Cenitagoya). Neuenschwander se interesó cada vez más en la posibilidad de explorar los valles de selva alta de los ríos Nistron y Palotoa, lugares que había explorado desde lo alto varias veces con un helicóptero de la FAP.
En 1969, Neuenschwander conoció a Aristides Muñiz, quien le contó una interesante historia sobre algunos extraños montículos o “pirámides”, llamadas Paratoari, situadas cerca al Río Palotoa, donde vivían grupos de Matsiguenkas.
He aquí el relato original de la leyenda de las pirámides de Paratoari (llamadas también Pirámides de Pantiacolla), extraído del libro de Carlos Neuenschwander Paititi en la bruma de la historia (1983):

Cuando vivía en Paucartambo, un día llegó a mi casa un viejo flaco, pálido y andrajoso que me ofreció en venta un montón de anillos y colgandijos de un metal blanco amarillento que yo no conocía. Parecía estar muy enfermo. Estaba sudoroso y tosía constantemente. Llevaba una bolsita de esas baratijas y quería venderlas para ir al Cusco a hacerse curar. Como yo no sabía qué valor tenían las piezas que me ofrecía, no se las compré. Pero, en cambio, le proporcioné dos libras y además le di alojamiento y ordené que le sirvieran comida, pues me daba pena verlo tan débil y agotado. Como no tenía en qué trasladarse porque en esos tiempos no había movilidad como ahora, permaneció en mi casa por dos días más. No hablaba con nadie y no dijo de dónde venía, hasta que la última noche antes de irse, se me acercó y, sin que yo le preguntara nada, me dijo que me estaba muy agradecido por la ayuda que le había brindado. Quizá -añadió tristemente- nunca pueda pagarle y tal vez muera en el hospital; por eso, en gratitud, deseo comunicarle algo que no debe quedar ignorado. Me llamo Dionisio Vargas y soy minero. En este oficio he pasado toda mi vida recorriendo casi todo el territorio del Perú.
Fui a parar al valle del Alto Urubamba y me instalé en Coriveni, donde conocí a un mestizo entre cholo y machiganga con el que me asocié para explorar los ríos que desembocan en el Urubamba, desde Palma Real al Pongo de Mainique. El mestizo era muy leal y me acompañaba a todas partes. Llegamos a ser inseparables, pero desgraciadamente, le gustaba el trago y era pendenciero hasta que, en una reyerta, lo hirieron malamente y como consecuencia, a pesar de todos los cuidados que le prodigué, falleció. Antes de morir me contó la historia que le voy a referir: tú que has sido como mi padre, me dijo, debes conocer el secreto del Paratoari. Este es un lugar donde hay un templo o fortaleza, escondido entre un montón de pequeños cerros que tienen la forma de hormigueros, cubiertos de monte. Por debajo pasan algunos socavones o cuevas y dentro de ellos están enterrados muchos tesoros. Cuando era niño viví allí con mi madre que pertenecía a la tribu que cuidaba el lugar, pero cuando murió, los otros machigangas, diciendo que no pertenecía a su raza, me llevaron hasta San Miguel, en unos de cuyos fundos crecí hasta ser mozo. Después me fui al Cusco y finalmente me vine a trabajar en este valle.
Para llegar al Paratoari hay que ir, primero, a Paucartambo y después entrar al valle de Kosnipata y bajar el pongo del Koñec y continuar navegando en balsa o en canoa por el alto Madre de Dios hasta la desembocadura con el Palotoa. Se recorre este río que es muy fangoso y corre por la pampa llena de bosque dando muchas vueltas. Apena se empieza a remontar ya se ven los cerros en forma de hormiguero. En un día de viaje por las orillas, se llega al pie de los cerros y allí está el templo que te he dicho. Pero hay que cuidar de no ser visto por los machigangas que lo cuidan porque te pueden matar. Mi amigo me hizo repetir los datos que, agonizando, me comunicó, y a las pocas horas falleció. Después de darle sepultura, resolví buscar el Paratoari y, siguiendo fielmente la ruta que me señaló, después de veinticinco días de viaje, llegué a los montículos. Encontré una cabaña muy grande donde vivían dos familias de machigangas. Llevaba yo un atado de telas de colores chillones y de baratijas, espejitos y cuchillos, además de muchos medicamentos y mi escopeta. Como hablo el dialecto machiganga y también soy medio curandero, regalándoles mis trapos y curándoles las heridas y úlceras que sufrían, me fue fácil entablar buenas relaciones con ellos, que terminaron por alojarme en su cabaña. Los acompañaba en sus cacerías y les ayudaba a cultivar yuca y plátanos. Poco a poco me fui ganando su confianza y aprecio. Todos usaban en las orejas y en la nariz anillos de metal, como los que le he mostrado. De vez en cuando, el jefe de la familia me obsequiaba unos cuantos, recién fabricados. Disimuladamente observé que ese chunco incursionaba por los montículos sigilosamente, y regresaba luego de un rato largo. Después todos lucían nuevos colgandijos. Yo me mostraba indiferente a ellos, para no despertar sus sospechas, hasta que un día todo el clan se fue a visitar unos parientes que vivían río arriba, dejándome solo. Aprovechando la oportunidad, siguiendo las huellas del chunco llegué hasta los montículos. Al pié de uno de ellos, tapada con ramas y hojas descubrí la entrada de un oscura y profunda cueva llena de murciélagos. Tuve miedo de entrar pero, buscando por sus alrededores, encontré una lámina pequeña de metal del que hacían los anillos. La recogí, la oculté entre mi ropa y regresé a la cabaña. Al siguiente día retornaron de su viaje y, desde entonces, noté que su actitud hacia mí cambió. Comprobé que la comida que me daban tenía un sabor extraño. Comencé a sufrir de agudos dolores de estómago hasta que se me declaró una disentería. Me fui adelgazando y debilitando con la sangre que perdía. Comprendí que me habían sorprendido en la incursión a los montículos y recién caí en la cuenta que todo había sido preparado, probablemente, para averiguar qué era lo que estaba buscando. Ingenuamente había caído en la trampa. A partir de ese momento, mi única preocupación fue hallar la forma de escapar, pues estaba seguro de que me estaban envenenando y querían matarme. Felizmente un día en que fueron a cazar todos los hombres y yo me quedé en la cabaña alegando estar enfermo, se desencadenó una tempestad tan fuerte que hizo crecer el río a tal punto que los cazadores no podían cruzarlo para regresar. Aprovechando que las mujeres y los niños estaban ocupados en evitar que el agua les inundara su vivienda, tomé mi atadito y la escopeta, de la que nunca me separaba, y me metí al monte, y corriendo llegué hasta otro riachuelo que corría paralelo al Paratoa y los seguí, caminando toda la noche y el día siguiente. Casi moribundo, fui a parar a las orillas del Alto Madre de Dios, donde, providencialmente, me recogieron unos canoeros que lo surcaban, quienes me transportaron hasta donde termina el pongo del Koñec. Desde allí, cayendo y levantando, caminé hasta San Miguel. Luego conseguí que unos arrieros que trasportaban coca me alquilaran una mula de su recua y de ese modo pude llegar, al fin, a Paucartambo. Si me curo en el Cusco, quisiera regresar y desde ahora le propongo que vayamos juntos… si no retorno, por lo menos usted sabe cómo llegar al Paratoari.

Por lo tanto, a Neuenschwander, ya en 1969, su amigo Aristides Muñiz le había informado de la existencia de extrañas formaciones piramidales donde vivían indígenas Matsiguenkas que controlaban la entrada a algunas cavernas, donde probablemente se escondieron varios tesoros en tiempos remotos.
La existencia de las llamadas “pirámides de Paratoari” (o pirámides de Pantiacolla), fue confirmada seis años después, en 1975, cuando el satélite de los Estados Unidos Landsat2 fotografió aquella área de selva peruana cerca de las orillas del río Alto Madre de Dios. En efecto, la fotografía mostraba doce montículos, de a dos, simétricos y regulares. Cuando la noticia fue publicada, muchos investigadores desarrollaron la hipótesis de que aquellos montículos eran pirámides construidas por el hombre en épocas remotas, por motivos rituales o ceremoniales.
Carlos Neuenschwander, quien en 1975 tenía ya 62 años, pensó varias veces en organizar una expedición a las pirámides de Paratoari para comprobar si la leyenda que Aristides Muñiz le había narrado contenía algo de cierto, pero no logró reunir los fondos necesarios para llevar a cabo tal empresa.
La primera persona no-indígena que intentó acercarse a las pirámides fue el japonés Yoshiharu Sekino, pero no logró su objetivo.
Fue sólo en 1996, cuando el explorador estadounidense Gregory Deyermenjian, acompañado por los guías Paulino e Ignacio Mamani, y por el hijo de Carlos Neuenschwander, Fernando, logró llegar a las pirámides de Paratoari.
Deyermenjian y su grupo remontaron el Río Negro (afluente del Palotoa) para llegar finalmente a la meta. Exploraron exhaustivamente la zona y comprobaron que las pirámides son formaciones naturales. Luego regresaron hacia el Alto Madre de Dios caminando por las orillas del Río Inchipato.
En mi expedición a las pirámides de Pantiacolla del 2009, que realicé en compañía de los guías expertos Fernando Riviera Huanca y Saúl Robles Condori, llegué, en cambio, hasta las extrañas formaciones remontando directamente el Río Inchipato.
Escalando una de las pirámides, a la cual nosotros bautizamos Cumbre del Cóndor, situada en las coordenadas 12 grados 41’ 10’’ SUR – 71 grados 27’ 30’’ OESTE (600 m.s.n.m.), comprobamos que se trata, en efecto, de una extraña formación natural cuyo núcleo está probablemente constituido por arenisca o arena dura, pero desmenuzable.
Retomando el relato de Aristides Muñiz, personalmente creo que es cierto. Considero que un hombre correcto como Carlos Neuenschwander no habría nunca transmitido en su libro Paititi en la bruma de la Historia la narración de una persona poco fiable.
Por consiguiente, la pregunta conserva su actualidad: ¿dónde están situadas las cavernas descritas por Dionisio Vargas en el relato de Aristides Muñiz? ¿Eran quizás aquellas grutas utilizadas por los Incas fugitivos del Cusco para esconder sus tesoros, con el fin de no reunirlos todos en un único lugar, sino más bien de reducir la posibilidad de que algún día éste fuera encontrado en su totalidad?
¿Es posible que Dionisio Vargas haya llegado mucho más lejos de las pirámides de Pantiacolla, refiriéndome a las fuentes del Río Negro?

YURI LEVERATTO
Copyright 2011

Se puede reproducir este artículo indicando claramente el nombre del autor

Referencias: Paititi en la bruma de la Historia (1983), Carlos Neuenschwander Landa

3 comentarios en “MITOLOGÍA AMAZÓNICA: LA LEYENDA DE LAS PIRÁMIDES DE PARATOARI

  1. luis

    exelente relato y historia, pero las selvas y montañas hasta hoy guardan con celo sus secretos, y quien los descibre tienen ese final del personaje a quien ayudo el escritor.

  2. ESTO ES ASOMBROSO! SE SIMILARES HISTORIAS! HAY MUCHOS MISTERIOS Q DESCUBRIR EN TODO EL PERU, PERO COMO SEPARAR LA AMBICION DE LA INVESTIGACION? COMO! EL RESPETO ES LO MAS IMPORTANTE! UN ABRAZO DESDE CALIFORNIA!

  3. Antonio

    ENTRE LOS RIOS TEPARO CHICO, INCHIPATO Y PALOTOA SE ENCUENTRA UBICADOS LOS POBLADORES DE LLACTAPAMPA PALOTOA, EN UN AREA PLANA, EN LA QUE SE ENCUENTRAN RESTOS ARQUEOLOGICOS COMO HACHAS DE PIEDRA RUDIMENTARIAS Y ESTILIZADAS, HACHAS DE METAL, MACANAS, MORTEROS Y OTROS QUE INDICAN LA POSIBLE PRESENCIA INCA POR ESTE LUGAR. Y MUY CERCANO A ESTA AREA SE ENCUENTRA LA ACTUAL COMUNIDAD NATIVA DE PALOTOA – MACHIGUENGAS Y LAS PIRAMIDES DE PARATAORI. Y LOS PETROGLIFOS DE PUSHARO.

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